En ocasiones parece que esperemos que las cosas y personas que nos rodean deban tener poderes para captar nuestros deseos. El jefe debe adivinar cuando trabajo muy bien y merezco un ascenso. El cónyuge también debe saber que es un regalo concreto el que quiero y no otro. El coche recién comprado no puede estropearse ni hacer ruidos molestos.
La expectativa, esa esperanza silenciosa que asume poderes adivinatorios a los demás, tiene un peligro manifiesto de transformarse en frustración o resentimiento, por lo que tiene de lotería y suerte, debido a la gran cantidad de posibilidades que la vida ofrece. Es por ello que, si estamos atentos, es mejor enviar mensajes claros a las personas a las que sometemos a nuestra expectativa, a ser posible con una petición, o sugerencia si lo consideramos más suave. Quizás la magia que tiene el encanto “adivinatorio” de la expectativa cumplida se pierda, pero, indudablemente, se gana en efectividad.
En el año 399 a.C. Sócrates fue condenado a muerte acusado de corromper a la juventud y despreciar a los dioses atenienses.
Después de tomar la cicuta y ya estirado en el lecho, se vio rodeado de sus allegados, incluyendo a parte de sus discípulos.
Según el diálogo platónico Fedón, en el que describe los últimos instantes de su vida, Sócrates estaba rodeado de personas expectantes, esperando quizás la gran última frase del maestro. Esa frase que siglos después aparecería en los anuarios, agendas y demás comentarios de sobremesa por su sencillez y sabiduría.
Ya estaba casi fría la zona del vientre, cuando descubriéndose, pues se había tapado, nos dijo, y fue lo último que habló:
—Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides.
—Así se hará, dijo Critón. Mira si quieres algo más.
Esa frase de Critón: “Mira si quieres algo más” suena a desesperación histórica ya que, siendo espectador de un momento importante, la última sentencia no podía estar relacionada con el pago de un gallo.
Sócrates ya no dijo nada más. Critón, demasiado expectante, esperó a los últimos instantes a preguntar al filósofo. Pero los momentos se habían acabado.
Todo ese tiempo y silencio, que siguió a la toma de la cicuta hasta la muerte de Sócrates, fue invadido por tantas expectativas como personas había rodeando al moribundo. Ya que se trataba de una situación relacionada con la muerte, quizás Critón podría haberle preguntado, un poco antes, acerca de esa paz manifiesta con la que había afrontado el fin. Sócrates, si hubiese querido responder a la petición de Critón, podría haberle dicho lo que en ocasiones ya manifestaba, que la muerte no era una cosa mala. De hecho sólo existían dos posibilidades:
– Al morir quedamos destruidos, sin consciencia de nada.
– Al morir cambiamos. Nuestra alma migra desde este lugar a otro.
Según Sócrates, fuese cual fuese la verdadera, las dos eran buenas noticias ya que, la primera, implicaba descansar tranquilamente. Muy cómodo según el filósofo. La segunda, llamada Hades o cualquier otro nombre, también era buena pues daría oportunidad de volver a ver a amigos fallecidos, héroes griegos, conversar con Homero o Hesíodo y tantas otras cosas que el Hades permitiera.
Sin embargo, fue el pago de la deuda del gallo quien se llevó la gloria de “la última frase”.